Enigmas: esta es la tétrica historia del Callejón de las Manitas

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Rollo: Jorge Moreno
Allá por aquel lejano año de 1780 llegó a la ciudad de San Luis Potosí un sacerdote, que tal vez enterado de lo benigno del clima, de la bondad de la gente, del auge de sus minas y de tanto y tanto como se decía de aquí, porque esta tierra, desde su fundación allá cuando Fray Diego de la Magdalena la bautizó con el nombre de San Luis, en memoria de su muy amado Rey de Francia, había gozado y goza de buena fama y señalado prestigio como una ciudad de grandes posibilidades, de cuantiosos bienes, en sus minerales y, sobre todo, de la piedad y cristianas maneras de su gente; en verdad, esta fama ha sido conquistada sin esfuerzo, sin prisa, sin desearlo si quiera sino que simple y sencillamente porque la gente de esta noble tierra es eso, noble y tal vez el cura de marras fue atraído por esas circunstancias y llegó para radicarse ahí.

Al clérigo le fue fácil encontrar colocación como maestro en uno de los mejores colegios de aquel entonces, y aunque se le proporcionaba la manera de vivir en el mismo, y de hecho aceptó a vivir ahí, aun así alquiló una casa en uno de los barrios más desolados de la ciudad, como era el de la Alfalfa.

Un buen día dejó el colegio donde impartía latín entre otras materias, salió con rumbo desconocido y regresó tiempo después para ser asesinado, se dice que por sus mismos acompañantes, dos mozos que él mismo había invitado a su recorrido. Sucedió de la siguiente manera, aunque podríamos contar tres o cuatro formas de cómo ocurrieron los hechos.

Al efectuar el sacerdote su recorrido por los pueblos cercanos, reunió algunos dineros que traía consigo destinados en una parte a comprarse ciertas cosas que necesitaba y, la otra parte, a socorrer a los pobres más indigentes; casi todos sus honorarios los gastaba en ellos.

Luego de su arribo a la ciudad se dirigió a su casa situada en el antiguo callejón de la Alfalfa. Una vez instalado ahí, dejó que sus ayudantes cumplieran con su obligación: desensillar los caballos, desaparejar las mulas y llevar los animales al pesebre. Los dos mozalbetes ejecutaron sus labores con toda calma y después fueron a tomar sus alimentos. Mientras tanto, el sacerdote, que ya estaba muy cansado, prefirió ir directamente a la cama, no sin antes rezar sus oraciones.

Entraba la noche, en aquella época no había luz eléctrica, sino unos cuantos faroles con mechones de brea y trementina, muy distantes unos de otros; tampoco había clubs nocturnos, ni cines, ni teatros, solamente una que otra tertulia ocasional, algún sarao en una zona determinada. Pero a ninguna de estas partes irían los jóvenes acompañantes del cura, pues eran menores de edad, frisaban entre los 16 y 18 años; además eran gente humilde e ignorante. Así que regresaron a la casa.

Gran sorpresa, espanto, terror y rabia sintieron cuando al llegar vieron al padre tendido en medio del cuarto, bañado en sangre; estaba muerto. Salieron rápidamente, pidieron auxilio gritando como locos. La gente se reunió, y alguno de los que acudieron tuvo el acierto de ir a dar parte a la autoridad, siendo la más cercana la que se encontraba en el hospital, que era militar; de este lugar salieron médicos, enfermos y soldados, y todos se dieron cuenta que por desgracia era verdad lo que decían los muchachos: el padre había sido cruelmente asesinado.

Las autoridades se avocaron desde luego al esclarecimiento de aquel hecho sangriento, buscaron y rebuscaron en todos los alrededores de la ciudad y en los contornos de la región; se detuvo a algunos sospechosos, pero todos fueron liberados. Los muchachos acompañantes del padre ayudaron a la búsqueda de los asesinos, pero no hubo éxito.

Los ayudantes del sacerdote eran compadecidos por mucha gente y hasta por las autoridades, quienes, en tanto conseguían trabajo, les ayudaron en su sostenimiento.

Un miembro de la autoridad jurídica, quien siempre sospechó de los dos muchachos, pidió que se les internara en el Hospital Militar en calidad de presos. Ordenó luego que se pusieran en cuartos separados e incomunicados, sujetándolos a intensos interrogatorios. Por fin logró que se culparan mutuamente y uno de ellos dijo que su primo, que era el mayor de los dos, era el que había asesinado al padre y que ambos ocultaron el producto del robo que consistía en unas cuantas monedas. Las autoridades y los reos se trasladaron al sitio de los hechos, donde fueron encontradas las monedas así como el cuerpo del delito, que fue un puñal.

Aseguraban los jóvenes que no fue el robo el móvil del crimen, sino vengarse por el mal trato que les daba el sacerdote. Sea esto lo que fuere, el caso que se aclaró que ellos eran los asesinos y tras de seguirles proceso fueron sentenciados a la horca y a cortarles las manos.

El juicio interrumpido varias veces por los recursos que apelaron los defensores, duró cinco años; al término se confirmó la sentencia de muerte y el de cortar a los cuerpos las manos para exhibirlas en el lugar del crimen.

Las manos criminales se colgaron del muro exterior de la sombría casa del callejón solitario y triste por el día, y fúnebre y tenebroso por la noche, desde entonces se le llamó “El Callejón de las Manitas”. Cuando la gente tenía que pasar por este callejón empezaba a rezar y no cesaba de hacerlo hasta que salía de él.

Por fin, alguien descolgó las manos de aquel sitio, pero pasados unos días volvían a estar colgadas. Así fue en forma sucesiva durante mucho tiempo; hasta que se reformó el barrio y el callejón fue atravesado por una calle ancha.

Sin embargo, en ese mismo lugar donde estuvo la lúgubre casa, en algunas noches del mes de noviembre todavía se ven flotar en el espacio unas manos esqueléticas que buscan acomodo en un sitio.

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