Enigmas: siguió a la procesión mortal y se llevaron su alma

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Rollo/Jorge Moreno
Hoy es día de los finados y por ese motivo les presento un relato que me mandó el señor Juan Balam, oriundo del municipio de Peto; se trata de un caso sorprendente que ha ocurrido en muchos sitios de forma similar.

Carlos llevaba años sin poner los pies en el pueblecito de Santa Cruz donde creció. La grave situación económica en la que vivía, lo obligó a desplazarse a Estados Unidos, donde trabajó arduamente para vivir un poco mejor. Por desgracia tenía las horas contadas, se encontraba desahuciado.

Angustiado por saber que sus últimos días los pasaría en su pueblo natal, sin saber la hora exacta en que su alma abandonaría este mundo, pasaba las noches recordando su niñez.

Una noche, antes de las celebraciones del Día de Muertos, decidió salir a pasear para despejarse un poco. No le importó que ya hubieran pasado las 12 de la noche, tenía que despejarse de sus angustias e insomnio.

Distraído con la mente en otro lado, caminaba por los abandonados caminos que llevaban al centro del pueblo, una pequeña iglesia que se cerró varios años atrás por el grave deterioro que había sufrido su tejado en una lluvia de granizo.

Santa Cruz, antes, era la última escala en la procesión del pueblo vecino, que finalizaba llevando la Cruz Dorada desde la Iglesia que estaba cerca de la plaza hasta allí. Pero cada vez eran menos los habitantes de Santa Cruz y el pueblo parecía una fantasmagórica visión de lo que Carlos recordaba de su niñez, porque nunca fue restaurada.

Cuando se encontraba a escasos metros de la capilla, escuchó una especie de cánticos. Su curiosidad lo acercó aún más, pero algo en su interior le decía que debía esconderse. Un frío indescriptible se le metió en los huesos y comenzó a sentir un fuerte olor a cera quemada.

Instintivamente, decidió ocultarse tras unos arbustos, para contemplar aterrado lo que parecía una romería fantasmal precedida por un hombre que con la cara demacrada portaba la Cruz Dorada en la mano.

Los demás integrantes eran aún mucho más aterradores, pues claramente podía verse que estaban muertos y sus rostros eran poco más que unas calaveras que movían sus escalofriantes mandíbulas mientras entonaban un rosario.

Todos los muertos portaban una vela en su mano. Todos los integrantes fantasmales, minutos después, salían de la capilla en ruinas, y su lento paso parecía dirigirles directamente a la casa de Carlos.

Tan asustado como intrigado, Carlos decidió seguir a distancia a la cadavérica procesión, que cada vez se acercaba más a la que era su casa, el lugar donde sufría de una lenta enfermedad.

Hasta que sorprendentemente uno de los esqueletos envuelto en una túnica negra se acercó a la puerta de su casa y dejo una de las velas.

Como hipnotizado, ante lo que veían sus ojos esperó que la procesión de monjes muertos se alejara, se acercó a su casa y recogió la vela que momentos antes habían dejado, y tal y como había aparecido la vela se esfumó en ese instante entre sus manos.

El resto de integrantes de esa procesión también parecieron evaporarse en una extraña niebla a lo lejos. Todos, menos el portador de la Cruz, el primer integrante de la procesión de muertos que quedó tendido en el suelo durante unos segundos.

Pasado ese tiempo se levantó, y con la cara totalmente descompuesta por el cansancio y como si su misma vida fuera gradualmente absorbida por la compañía de los muertos, como un sonámbulo comenzó a caminar en dirección al cementerio.

Carlos estaba tan petrificado por el miedo que no podía moverse; estaba helado, pues el portador de la cruz se parecía a él, sólo el grito desgarrador de una de sus hermanas le despertó del shock en el que se encontraba. El grito confirmó sus más temidas sospechas: la procesión de muertos había venido a reclamar un alma que habitaba en su casa pero nunca imagino que se trataba la de él.

Corrió tan rápido como pudo hasta su habitación, prácticamente toda la familia se encontraba en el cuarto llorando y orando delante de su cuerpo que reposaba en la hamaca. Carlos ha muerto, exclamaban sus hermanos mientras salían de su cuarto.

Carlos entendió en ese momento que ya había muerto y que la imagen que vio de si mismo cargando la Cruz Dorada no era más que su alma uniéndose a la procesión de muertos con la que vagaría eternamente reclamando el alma de otros moribundos.

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