Enigmas: aluxes dan lección a cazador que quiso robar unas sandías en Yobaín

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Enigmas: la ambición por una simple sandía hace que ladrón se arrepienta de por vida

Por Jorge Moreno
Hace unos días, un lector de esta sección me envió el siguiente relato ocurrido en su natal Yobaín, pues me “reclamó” que casi nunca ponemos leyendas o casos sobre su pueblo, por lo que esperamos a la brevedad publicar más investigaciones de ese bello municipio:

Cierta vez, un grupo de cazadores de Yobaín que había ido a tirar al tzekel (lajas que hay en las sabanas), y pasaron por la milpa de don Carlos y vieron unas sandías grandes, jugosas y ya listas para cosecharse. A las 2 de la tarde el calor era sofocante y la tentación por probar una rebanada de aquella dulce y fresca fruta era muy grande.

Nico, un cazador aprendiz, se despojó de su sabucán y asentó su rifle junto a la albarrada, dispuesto a entrar por una sandía. “Ni lo intentes”, le dijo el “maistro” del grupo, “ese viejo de don Carlos tiene sus aluxes para que le cuiden sus cosas. Si entras, algo te va a suceder”.

Al mirar que no tenía el apoyo del jefe ni de sus compañeros y tras la advertencia recibida, Nico desistió algo renuente. Luego de ese incidente, la batida se realizó de forma habitual, cayendo dos grandes ciervos, por lo que temprano regresaron al pueblo.

Como todavía le quedaban algunas horas de luz a la tarde, Nico, quien se había quedado con la tentación de disfrutar de las sandías que había visto horas antes, tomó su bicicleta y, sin decirle nada a nadie, se fue para la milpa de aquel señor, pensando que muy pronto disfrutaría de esa dulce fruta.

La ‘lluvia’

Al llegar a la milpa, rápidamente se dispuso a saltar la albarrada, pero unos ruidos entre las hierbas lo distrajeron un momento y pensó que era algún iguano o animalito del monte y no le tomó mayor importancia. Al momento de apoyarse en la albarrada, una lluvia de pequeñas piedras cayeron justo a su lado al tiempo que le pareció escuchar un chiflido, pero creyó que podría tratarse de algún cazador solitario que andaba en los alrededores; estaba completamente seguro que no podía ser don Carlos porque al salir del pueblo pasó por su casa para asegurarse que, como todas las tardes, el viejo se encontraba descansando en su hamaca que tenía amarrada bajo las matas de ramón de su patio, así que no tendría problema alguno para hurtar unas ricas y jugosas sandías.

Así, no habiendo obstáculo alguno, Nico saltó la albarrada y corrió hasta donde se hallaban las sandías. Sacó una pita de su sabucán y, sin recato alguno, metió dos sandías. Justificó su mala acción repitiéndose varias veces en la mente que comería las sandías con sus hijos pequeños que hacía mucho tiempo deseaban esa fruta. Se puso la preciada carga en la espalda y feliz por su inocente fechoría se dispuso a retornar a su casa pero en ese momento sintió que una extraña fuerza le impedía despegar los pies del suelo.

Asustado, dejó caer las frutas e intentó con sus fuertes brazos jalarse de las piedras que estaban cerca de él y así poder moverse de ese lugar, pero seguía sin poder despegar los pies de ahí. Los chiflidos se escucharon de nuevo, ahora acompañados de pequeñas risitas burlonas que parecían venir de todas partes y sendas pedradas caían junto a sus alpargatas. Un miedo se había apoderado de Nico, tanto que comenzó a gritar para pedir ayuda, pero nadie podía escucharlo, incluso ni los leñadores que se hallaban a tan solo dos mecates de aquel lugar.

Y pasaron horas y horas y seguía desaparecido

Eran ya casi las 9 de la noche y la esposa de Nico estaba algo preocupada porque su marido no había regresado del monte. Sin embargo, sabía que muchas veces su pareja se quedaba a espiar venados, trepado en un árbol, esperando a que esos astados entraran a comer elotes a las milpas, así que se acostó a descansar, quedándose dormida.

Por la mañana, el canto de los gallos la despertó. De inmediato se dio cuenta que Nico no había llegado a casa; entonces, sintió mucho miedo de que le hubiera pasado algo. Se puso su rebozo y rápido fue hasta la casa de don Paulino, que vivía a dos esquinas de su casa y quien era el maestro de los cazadores del pueblo.

Al contarle lo que estaba sucediendo, con un semblante serio, pero tranquilo, el hombre le dijo a Honorata: “Creo saber dónde está tu esposo”. El hombre se colocó el sombrero, tomó su rifle como era costumbre y se amarró las alpargatas y se fue caminando entre el monte verde, al compás del canto de las aves y con los primeros rayos del sol que acariciaban las gotas de rocío.

Gritos ‘ciegos’

Don Paulino no se había equivocado, Nico estaba sentado justo en medio de la plantación de sandías de don Carlos. Sus ropas de manta se habían hecho girones, su cabello revuelto y una expresión de terror dominaba su semblante.

El maestro cazador se quitó el sombrero, hizo una reverencia y entre sus labios musitó unas oraciones en maya. Después de eso entró a la milpa, se acercó al pobre Nico que estaba en el suelo, sacó de su sabucán un calabazo y le dio para beber. El tipo que había pasado toda la noche gritando por ayuda estaba con la garganta totalmente seca, así que bebió desesperado hasta casi acabarse el agua.

Luego, sin escuchar lo que intentaba explicarle el fracasado ladrón, el veterano cazador que había ido a salvarlo le dijo con tono severo: “Cállate, no sigas gritando, ahora tienes que ser valiente y aceptar lo que has hecho. Voy por don Carlos para que puedas irte de aquí, pues sin su permiso sería imposible que salgas de esta milpa”.

Nico ya no quiso preguntar más nada. Luego que el viejo se marchó, se agachó y se puso a matar los cientos de mosquitos y garrapatas que aparecieron de repente y que desesperados lo atacaban por todas partes.

En menos de una hora, regresó el maestro cazador acompañado por el dueño de la milpa. Avergonzado, Nico inclinó la cabeza, mientras don Carlos se le acercaba con una soga entre sus manos. A Nico no le quedó más remedio que aceptar el castigo de nueve “wichazos” en su espalda. Esa era la cuota del castigo para romper el hechizo que lo mantenía atrapado en ese lugar.

Aún con el dolor en la espalda, una sonrisa se dibujó en el rostro del pobre cazador novato, porque al fin pudo mover los pies. Se puso a saltar, pero al recobrar la cordura, le preguntó a don Carlos que había ocurrido, a lo que el señor le respondió que sus aluxes con sus poderes misteriosos lo habían hechizado para inmovilizarlo hasta que el dueño llegara y descubriera al ladrón.

Ofreció disculpas muy arrepentido, jurando que jamás volvería a intentar tomar algo sin permiso y luego se marchó hasta su casa.

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