Enigmas: el curandero “Fidencio” (Parte I)

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Admirable en sus obras y realizador de hechos prodigiosos, José Fidencio de Jesús Constantino Síntora, el “Niño Fidencio”, es quizá el mejor curandero mexicano de todos los tiempos, pues dedicó su vida a luchar contra enfermedades a través de magia blanca y salvó a mucha gente.

Originario de El Espinazo, Nuevo León, fuentes documentadas aseguran que Fidencio utilizaba un pedazo de botella, común y corriente, como bisturí para extirpar el mal. También arrojaba entre la multitud granos de maíz con magia blanca y diversas frutas para realizar curaciones colectivas.

La fama le llegó de golpe y trascendió fronteras. En La Habana, Cuba, más de 10 mil personas querían cruzar el mar para llegar hasta el modesto campamento que Fidencio atendía, día y noche, en El Espinazo, Nuevo León. También el entonces rey de España, Alfonso XIII, intentó venir a consultarlo en 1928, pero los problemas políticos de su nación se lo impidieron.

El “Niño Fidencio”, quien era denominado así no por su aspecto juvenil, sino por la costumbre provinciana mexicana de referirse con cierto respeto a quienes parecen o son poderosos, fue hijo de un jornalero y un ama de casa que no tenían ningún don de curación, ni siquiera sus abuelos o bisabuelos, por lo que se descarta que eso haya sido heredado.

Cursó apenas hasta el tercer grado de primaria. Se cuenta que los niños le vendaban los ojos y podía identificarlos e incluso, muchas veces, describía a ciegas el gesto que le estaban haciendo.

A la edad de 6 años su madre “lo prestó” a una viuda, se dedicó a hacer los quehaceres domésticos hasta que llegó la Revolución, y huyó a Michoacán; posteriormente fue a trabajar en una hacienda henequenera en Yucatán, luego se metió de cocinero en un barco y, años después, al regresar a El Espinazo, trabajó como peón en una hacienda.

Fue ahí donde empezó a escuchar voces extrañas e invisibles que le decían que él tenía el don de curar a las personas, por lo que en primera instancia se dedicó a curar a los animales del rancho en donde trabajaba a través de hierbas, y también a algunas personas que secretamente le pedían ayuda.

Carlos del Castillo publicó en San Antonio, Texas, que en 1928 había peregrinaciones de millares de creyentes en los poderes del “Niño Fidencio”. Con hierbas machacadas y hervidas con frutas de la región preparaba ungüentos y brebajes, gotas para los ojos y pedía constantemente botellas limpias para romperlas y utilizar como bisturí un pedazo del vidrio. Los relatos de los creyentes indicaban que cuando operaba con vidrio, “no se producía dolor y el proceso de cicatrización era acelerado con pomadas”.

Quienes no creían en el “Niño Fidencio” le acusaban de no observar las reglas elementales de asepsia y de no aplicar la anestesia, aunque los casos no necesariamente resultaran fatales.

Fuentes documentadas informan que en 1928 se juntaban hasta 14 mil enfermos en espera de ser atendidos por Fidencio; había un área de chozas improvisadas, sin comodidades para los esperanzados individuos. No había drenaje. Tampoco suficiente agua potable. En un enorme “charco”, Fidencio hacía curaciones con lodo.

Cinco meses atrás, El Espinazo era una solitaria estación ferroviaria, con cuatro casas y algunos jacales para los peones y sus familias. De pronto, al estallar la fama de Fidencio, la zona se pobló con otros 15 mil visitantes; surgieron por doquier algunos establecimientos comerciales, molinos de nixtamal y más de 1,500 carpas, jacales de adobe o de madera, para alojar al enorme número de pacientes.

(Continuará)

Los tullidos de pronto arrojaban las muletas al aire y se incorporaban. Algunos invidentes eran tendidos, de noche, para que procuraran abrir los párpados a su máximo, durante 10 minutos, luego, el “Niño Fidencio” les aplicaba gotas de su “laboratorio” improvisado en las montañas de Nuevo León y les vendaba por 24 horas; la mayoría se curaban.

La empresa estadounidense “Great Building Construction Association”, con sede en San Francisco, California, planeó enviar un “hotel transportable” para proteger de la intemperie a los pacientes y se denominaría “Sanatorio Fidencio”. El hotel transportable iba a tener 500 habitaciones dotadas de baño y otras comodidades que harían menos pesada la jornada a los peregrinos, en su mayoría insolventes.

Las remesas de madera comenzaron a llegar. ¿Por qué tanta generosidad? Porque Fidencio curaba a quien pedía el favor, sin importarle nacionalidades o religiones. Los periódicos en inglés se habían ocupado extensamente del caso de Josephine Humprey, quien había mejorado tanto de sus males “incurables” que juró dedicar mucho tiempo a publicitar “la magia blanca” de Fidencio.

El esfuerzo no parecía cansar al curandero. Mucha gente afirmaba que no dormía para atender a tanto desamparado y no pocos magnates o parientes de millonarios.

Alivió también la dolencia que, desde niño, padecía el hacendado alemán Teodoro Von Wernich. En agradecimiento éste le dijo: “Te voy a regalar una propaganda en todo el mundo, que sepan lo que tú eres”. Von Wernich lo mandó fotografiar con su traje, camisa blanca y corbata, sus manos al frente apoyadas en la cabeza de un bastón y el labio inferior “caído en forma característica”. Fue reproducida por miles y su fama subió aún  más.

El entonces presidente de México, Plutarco Elías Calles, también fue su paciente;, llegó el miércoles 8 de febrero de 1928. Funcionarios y militares que acompañaban a Calles se dispusieron a conocer al “Niño Fidencio”. “Todas las personas querían tocar al Presidente, verlo de cerca, y rompiendo la valla se precipitaron a saludarlo…” “Yo me alarmé de verdad por el peligro que representaba para el general Calles una situación como ésa, en la época de la rebelión cristera”, revelaría entonces Enrique López de la Fuente.

El presidente Calles estuvo a solas con el “Niño Fidencio” por más de tres horas. Dicen que lo curó de una grave enfermedad. Poco después el general, el mismo que combatía al fanatismo religioso, salió vestido con una de las túnicas del curandero y apareció ante la multitud que agitaba las banderas nacionales y gritaba vivas al Presidente.

Aun enfermo, Fidencio curaba desde su lecho a sus pacientes. En otras ocasiones, cansado de jornadas de hasta 72 horas, se dormía recargado en el paciente y dicen que entonces sus dones eran más eficaces.

Un día a la semana hacía curaciones colectivas: se trepaba a la barda de su casa y desde allí arrojaba “con toda la fuerza de sus puños” frutas, legumbres, tortillas, huevos y todo cuanto estuviera a su alcance. Murió el 19 de octubre de 1938, a los 40 años de edad. Fue por una “crisis hepática”, dicen algunos informes debido al trabajo en exceso; pues dedicó gran parte de su vida sin pedir dinero a cambio.

Miles de personas sufrieron terrible impacto psicológico al enterarse del deceso del taumaturgo. Miles de enfermos que, de golpe, volvían a la desesperanza y a poco más de 80 años de distancia, aún lo veneran y lo recuerdan en el norte del país.

Quizás en todo este relato amigo lector, lo que más le haya llamado la atención es el hecho de que Fidencio haya radicado por un tiempo en una hacienda henequenera de Yucatán, de eso les hablaremos mañana, ya que merece un capítulo especial, estoy seguro de que usted se sorprenderá.

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