Couopina: Cholo

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Rollo Salvador Couoh Jiménez
En plena tercera década del siglo XXI, aún en muchas salas de estar tienen lugar especial las mesitas para teléfono fijo. No hay que dudar: los aparatos telefónicos, “miran” pasar los días y los años; a los habitantes de esos hogares, también. Cronos y residentes, en sus prisas obvian el aparato que hacía ring, asentado en la mesita referida.

En la tregua, dictada por la pandemia C-19, se vuelve oportunidad para sentar reales en la sala. Ni miran ni oyen, pues hace tiempo dejó de sonar—se dice en descargo—el nombrado teléfono fijo. Aquella fecha, sin Internet, ni celular, menos whatsap. Por codo, fuera de recepción de datos ¡Que pena, sin saber a tiempo!

En aquel edificio de la 76, cerca de afamado Bar Felino, se hacía notar la figura cansina de un hombre trabajador. Aplicado siempre en resolver asuntos de mantenimiento; sea relacionado con jardinería, lastimaduras de paredes y pisos; fallas eléctricas o un cambio de focos. Destreza infinita para el trabajo manual.

Sin perder la sonrisa seductora que desparramaba en cada rincón de la ex casa de Agustín Franco Aguilar, gobernador de Yucatán en la segunda mitad del siglo XX. Hombre todólogo en modo antaño. El termino no le era ajeno, distante por voluntad propia traducida en atender con eficacia y eficiencia cuanta encomienda se le asignaba. Hombre-amigo con capacidad e iniciativa, resolvía con inventiva cualquier tarea, por complicada que fuere; bastaba una pinza sumada a un destornillador. Herramientas sofisticadas: “es para flojos”, aseguraba Juan Antonio Pech López.

Los días, los años son implacables con los hombres de bien. El perdón se lo dejan de manera exclusiva a Dios. Transitar en el día a día, sea en el trabajo u otra comisión debe ser motivo de disfrute. La mística de Cholo, Juan Antonio Pech López, permeaba tanto en la academia como en el área administrativa; por definición en la intendencia que el buen amigo conocía con soltura, con solvencia para dejar satisfecho al más exigente de los demandantes de su trabajo. Pura calidad, indiscutible.

En casa, en muchas casas ocurren desperfectos. Bien de tipo eléctrico, acaso hidráulico; también de condición estética: exigen pinturas las paredes o impermeabilizar vetustos techos.

Si, adivinaron, aparece Cholo sin esperar la tercera llamada. Manos a la obra: “voy por el material, no tardo”, espetaba el hombre de la sonrisa y el trabajo fabril. La “torta de cochinita”, en sintonía con la ida por el material. Contractual el manjar, afirman los que quieren de buena fe al amigo, al compañero; al trabajador de una institución académica, forjadora de ciudadanos, si, también formadora de profesionales de las Ciencias Sociales.

Juan Antonio Pech López, Cholo, emprendió la ruta inexorable de todo hombre honorable. Quedan las quimeras: forma de lecciones para la vida, heredad para sus seres queridos. Claro, a los de corazón pretérito dejó el legado en la piel de modo indeleble. No requiere ya diplomas ni ceremonias. Sólo un nicho en el espíritu jaguar de sus pares. De los que supieron quererlo; como él amó a su la familia, a su trabajo puntual en la Facultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma de Yucatán. Cholo: ¡deja enjugo una lagrima¡ una por favor. Amigo, descansa en paz.

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