Como si fuera ayer: cocinar una muestra de amor

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Rollo: Celia V. Franco C.
Recuerdo que cuando era niña (estamos hablando de hace 30 años) salíamos de la primaria y llegábamos a casa de mi ‘abu’ Tere a comer; a algunos de los nietos los iba a buscar mi abuelito a la escuela y otros llegábamos caminando. Aquello era un remolino de emociones, pues desde que nos acercábamos a la ventana de aquella gran puerta de herrería, sentíamos el olor de su delicioso guiso.

En mi familia (como creo que sucede en la mayoría de las familias mexicanas), el amor se demostraba con comida y a nosotros ¡vaya que nos querían!, a unos más que a otros, como también suele ocurrir, pero por lo general nos apapachaban por igual.

El frijol con puerco de mi abuela no tenía comparación pero, además, se aventaba un San Simón, una carne roja con sopa, unas toritas de carne, una sopa de verdura, los papadzules, kibis, como no hay en ningún otro lugar; el potaje, su puchero. La verdad es que todo le salía de maravilla.

Y por si fuera poco igual le entraba a eso de la repostería. Hacía unos merengues que los del Colón se quedaban tontos a su lado, pay de piña y muchas cosas más, aunque mi preferido era su pulpa de tamarindo. Le quedaba tan fina y dulce que no podía parar de comer.

Muchas veces, mientras cocinaba se le olvidaba o gastaba algún ingrediente, así que mandaba a quien estuviera cerca en ese momento (por lo general decía el nombre de todos sus nietos hasta que le atinaba a alguno) a comprarlo al mercado de Santiago, pues su casa estaba a sólo unas cuadras.

Casi siempre se trataba de alguna hierba o un recado; si era lo segundo, corríamos hasta llegar con Abraham, quien hasta hoy atiende su pequeño pero bien surtido puesto. Ir con él me causaba mucha curiosidad, pues para una niña de 6 ó 7 años me parecía un hombre grande que con trabajo entraba en un diminuto espacio lleno de frascos de cristal con muchos colores y olores.

Por las tardes nos mandaban por el pan, ya sea que mi abuelo llegara en su camioneta, pitara y los chamacos saliéramos corriendo o que nos dieran el dinero y la lista para que nos encamináramos. El cocotazo de mi abuelo no podía faltar.

Y algunas tardes, cuando éramos osados, corríamos hasta la refresquera Sidra Pino. Enfrente había una tienda en donde vendían su producto, la verdad es que no recuerdo cuánto pagábamos pero comprábamos un Soldado de Chocolate y nos lo tomábamos de dos tragos. ¡Deliciosas tardes!

Sin duda alguna, las cosas han cambiado. Por ejemplo, a los niños ya no se les manda al mercado, ahora es más fácil ir al supermercado, pero algo que no se debería perder es cocinar con amor para los nuestros.

Que al paso de las décadas nuestros ojos se cierren y vengan a la mente el olor de la comida del día y sientan ese abrazo lleno de ternura. Cocinar es más que mezclar ingredientes, es decirle a nuestra familia cuánto la amamos. ¡Buen provecho!

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