Como si fuera ayer: el hombre de hierro

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Rollo: Celia V. Franco C.
¡Mi abuelo fue el hombre de hierro! Él y su amada Teresita formaron una gran familia, diversa, diferente, fuerte, aguerrida, entrona, amorosa, detallista, sin duda única y especial, como eran ellos. Nos dejaron mucho que aprender y un gran ejemplo a seguir, seguramente quedaremos debiéndoles mucho, pero se hace el intento.

Félix Augusto Cervera Valencia, es mi abuelo, el querido “Nen”, quien contaba que le decían así porque de niño era tan bonito que lo rentaban para niño Dios en los nacimientos vivientes, tan comunes en esas épocas y falleció hace una semana; tenía 95 años, vivió plenamente, siempre feliz, dadivoso, amante del juego de pelota y un gran padre, cerró los ojos para siempre la mañana que las mariposas invadieron Mérida, me gusta pensar que era él diciéndonos que siempre estará en cada uno.

Padre, porque aún para sus nietos y bisnietos era “papá”, siempre pendiente de lo que necesitábamos, él me enseñó a amar el beisbol, a que fumar no deja nada bueno, que un plato de comida nunca se le niega a nadie, a que a pesar de los problemas hay que poner buena cara porque nada dura para siempre. Y aunque sabíamos que ya no teníamos tanto tiempo con él, debido a su avanzada edad, su pérdida duele y duele mucho, deja un vacío que no se llenará nunca.

Era un gran hombre mi viejo y era tan buen herrero que heredó de su padre el apodo de “Hombre de hierro”, con mucho orgullo contaba que uno de sus más grandes trabajos sigue en pie y tan fuerte como cuando lo hizo, junto con sus hermanos y su papá elaboraron toda la herrería del Estadio Salvador Alvarado, que hasta hoy sólo ha necesitado unas manitas de gato para volver a resplandecer, fuerte como era él.

Nunca ninguna autoridad reconoció su trabajo y mucho menos su talento, pero eso realmente no le preocupó porque sabía que había cosas que nadie podía hacer como él, era feliz con su familia; cuando por las tardes llegaba en su camioneta gris, pitaba y todos sus nietos salían corriendo, contentos porque había llegado la hora del pan; nos llevaba a la Navidad y además de sus gustados cocotazos, las clásicas barras y sus galletas y bizcochos, nos dejaba comprar todos los panes dulces que quisiéramos. Carlos amaba los polvorones en forma de corazón y yo no podía dejar pasar una rica dona.

Recuerdo que luego de comprar el pan, se dirigía al patio, entre los árboles y la chácara pintada en el piso, se sentaba en su mecedora, muchas tardes le quité las botas, pesadas y llenas de soldadura, mientras él se refrescaba y mi abuela le servía su comida, siempre de buen humor, hacía la cabeza para atrás y veía el cielo, me parecía que era su momento de tocar tierra, de liberarse de las tensiones del trabajo para relajarse lo que quedaba de la tarde.

Amaba la playa y el mar y cada “temporadas” cargaba su camioneta y nos llevaba a Progreso, fueron unos años maravillosos, él, llegaba, se quitaba la camisa, el pantalón, se ponía su bermuda y comenzaba a lijar y pintar cada una de las ventanas y puertas de aquella casa, mientras sus nietos correteábamos por todos lados y su esposa e hijas se encargaban de acomodar las cosas.

Cada tarde tomaba de la mano a su querida Tere y se encaminaban al mar, remojados, veíamos el atardecer y reíamos. Esos recuerdos se quedan el corazón por siempre.

Y cuando era temporada de Beisbol, acostado en su hamaca disfrutaba del “juego de pelota”, fue él quien me enseñó cada una de las jugadas, con sus grandes y duras manos señalaba el televisor mostrando cada movimiento. Aunque también recuerdo que le gustaba escuchar los partidos en la radio mientras cerraba los ojos, no sé en que pensaba, supongo que se imaginaba sentado en el estadio disfrutándolo.

Como casi todos mis primos, viví una temporada en su casa, una bastante larga, así que pude disfrutar de su cariño y enseñanzas, ver la devoción que le tenía a su amada Teresita, a la que llevaba cada mañana a comprar lo necesario para que cocinara y con la que rezaba un rosario antes de comenzar el día y a la que siempre recordó a pesar de su cansada memoria.

Era un hombre grande y fuerte, pero con un corazón de oro, no le gustaban los pleitos ni mucho alboroto, era más bien un hombre sencillo, que disfrutaba de los pequeños placeres de la vida.

Podría contar tantas cosas de mi abuelito Nen que no acabaría nunca, pero la intención es únicamente despedirme a mi manera, honrarlo con lo que más o menos sé hacer, aunque confieso que me hubiera gustado heredar su talento y aprender a forjar el hierro como él lo hacía, tener su carácter alegre y su humildad.

Ahora que ya estás con ella, abraza fuerte a tu Teresita y cuéntale a tu nieto que todos lo queremos, que aquí siempre vivirás en nuestros corazones. Te amamos hombre de hierro, nos vemos cuando llegue el momento.

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