Rollo: Celia V. Franco C.
¡Qué bella infancia tuvimos aquellos que nacimos en el siglo pasado! Hace unos días regresé al barrio en donde crecí y me sentí más que feliz. La sonrisa de inmediato golpeó mi rostro sin poder hacer algo que lo evitara, los recuerdos llegaron en remolino a mi memoria y mi cuerpo se erizó.
Sin duda, en ese instante, quise regresar el tiempo atrás para ser niña de nuevo y vivir en casa de mis abuelos, disfrutar de los olores y sabores de la cocina de mi abuelita, de aquellas tardes interminables jugando con mis primos, de las escapadas al taller de mi abuelito.
De los desayunos en el mercado y de correr a la panadería “La Navidad” por las tardes, en busca de un buen cocotazo y muchos panes dulces que luego compartiríamos con un rico chocolate caliente, queso de bola, aceite Sensat, frijolitos y tomate refrito.
Era una época tan diferente a la de ahora, a los niños nos mandaban a la tienda sin importar la hora, íbamos al mercado a comprar el recado y al regresar de la escuela pasábamos por las tortillas. Y claro que nos entreteníamos unos minutos más para gastar unos centavos en la maquinita instalada en la puerta del molino.
¡Bello mi barrio de Santiago! Los sábados nos emperifollábamos para ir a catecismo a casa de doña Liz; ahí, además de aprender sobre lo que la iglesia dicta como propio, aprovechábamos a echar relajo con los vecinos, muchos aprendieron en ese patio sobre otro tipo de amor, fue en ese lugar donde suspiraron por primera vez y otros hasta dieron su primer beso con alguno de ellas o ellos.
Los domingos nos mandaban a misa de 8 am y al salir, corríamos al cine Rex para entrar a la matiné y aprovechar la permanencia voluntaria. Si la película no era de nuestro agrado todavía podíamos llegar al Cinema 59. Y por las tardes, la salida al parque y disfrutar de un helado de Polito hacían perfecto el día.
Con mi papá caminaba hasta el parque Centenario; con mi mamá hasta la Plaza Grande, casi siempre disfrutábamos de la inigualable Lela y de su pandilla o entrabamos al teatro. Más grande, disfrutar de las puntadas de Cholo y Candita, era un agasajo.
Los vecinos nos conocíamos todos, nos saludábamos cada vez que nos veíamos, es más era muy común que nos mandaran a casa de alguna de ellas a buscar una ramita de epazote o un marqueta de hielo. Era una vida segura y divertida.
Esa mañana, mientras disfrutaba de unos ricos panuchos de huevo duro, me di cuenta que mi hijo jamás sabrá lo que es vivir así; nunca corrió al mercado a comprar algo de último momento, ni fue al catecismo con los vecinos, no se quemó las manos mientras llevaba las tortillas y mucho menos jugó carreritas con sus primos para ver quién llegaba primero a la panadería.
Ahora se les lleva a salones elegantes aledaños a las iglesias de los fraccionamientos para que aprendan las cuestiones necesarias de ser un buen católico ante la sociedad; en lugar de ir a la tienda de la esquina van al Oxxo o los llevamos al súper y ni de casualidad caminará por un pan, pues el panadero llega a la puerta de la casa.
De aquellos que vivimos en aquella hermosa comunidad pocos quedan, escuelas y negocios se han apoderado del barrio de Santiago. Es una pena que esa identidad se pierda poco a poco.